El nacimiento y la muerte son los extremos, marcan el principio y fin de la existencia, son actos individuales, únicos e indescriptibles. Todavía hoy el nacimiento fascina a pesar de ser un fenómeno bien conocido, no ha perdido el halo mágico. ¿ Cómo no va a fascinar la muerte cuando sabemos tan poco de ella?. el principal miedo a la muerte reside en la ausencia (en el enigma) del después. Sabemos de que modo se origina un ser vivo y también conocemos el proceso de descomposición del organismo, pero esto no parece ser suficiente y surge una nueva pregunta sin respuesta. ¿ Se acaba todo con la muerte del cuerpo, o hay algo en el ser humano inmortal, una parte espiritual que sobrevive al óbito?

La muerte provoca sentimientos y sensaciones que varían mucho dependiendo del individuo, la sociedad e incluso la época en la que le ha tocado vivir. Esperada por unos, temida por otros, es algo que a nadie deja indiferente.

En occidente provoca, sobre todo, miedo y ansiedad. La ansiedad viene producida por la certeza del morir, por la inevitabilidad de su acción. Y esa conciencia de la muerte unida a la incertidumbre de su llegada genera angustia.

El miedo ante la muerte es común al género humano, es un comportamiento hasta cierto punto, normal; excepto en aquellos casos de miedo patológico permanente, que provoca pánico con sólo hablar de la muerte.

El poeta romano Lucrecio decía que los hombres temen a la muerte como los niños tienen miedo de la oscuridad: porque no saben lo que es.

De la muerte también asusta el propio proceso de morir, el miedo al dolor puede atormentar tanto como la falta de continuidad; la muerte ideal es la muerte dulce, que llega durante el sueño sin que notemos su presencia. Pero además supone el miedo a la soledad, a la interrupción de metas, al fracaso y, sobre todo, implica la pérdida de la propia identidad.

Son muchas las creencias y filosofías que ven en la muerte una prolongación de la vida; los ecos y vestigios más antiguos ven la muerte como un sueño, un viaje, un accidente, en muchas ocasiones como un maleficio, etc. Pero el muerto no es un individuo como los demás, alcanza un estadio nuevo, diferente y en consideración se le otorga un tratamiento especial, adecuado a su nuevo estatus: es el protagonista de un ritual en el que el cuerpo es enterrado, quemado, transportado o consumido. Estos rituales demuestran que ya el sujeto prehistórico era consciente de la inmutabilidad, de la realidad de la muerte, puesto que la inmortalidad se alcanza en otro estadio, en otra dimensión.
En palabras del antropólogo Edgar Morin: "La misma conciencia niega y reconoce la muerte: la niega como paso a la nada; la reconoce como acontecimiento"

La etnología muestra que en todas partes los muertos han sido, o son objeto de prácticas que corresponden a creencias relacionadas con su supervivencia (bajo la forma de espectro corporal, sombra, fantasma) o con su renacimiento.

Cuando un individuo muere lo que nos queda de él es su cadáver, un cuerpo impuro, infectado con el virus de la muerte. El cadaver aterroriza porque es el hombre vacío, es el continente sin contenido.

El cadáver representa la putrefacción en potencia, avanzando lentamente. Es la acción de la muerte, la consecuencia concreta de un ente abstracto, el muerto cercano nos acerca a la muerte lejana.

Una vez que la muerte ha irrumpido, los hombres han de ocuparse, por un lado de que su daño sea el menor posible, y por otro de facilitar el tránsito a su nuevo lugar al muerto. El rastro que deja la muerte es algo más que un cadáver, es un miembro de la sociedad de que hay que ocuparse para que realice adecuadamente el tránsito a su nuevo estado. Los funerales sirven a este fin, son un modo de rendir homenaje al muerto y ayudarlo a continuar su viaje: también institucionalizan un complejo de emociones que la muerte provoca en los vivos: tristeza y dolor, angustia, miedo a la muerte por contagio e, incluso, miedo al propio muerto. Es necesario honrar al muerto adecuadamente para calmar su espectro maléfico, el cual, sino está satisfecho, puede regresar al mundo de los vivos causando grandes daños.

Dice Bacon que las pompas de la muerte aterrorizan más que la muerte misma. Algunas de las manifestaciones emocionales provocadas durante los funerales, corresponden a los excesos a los que conduce la exaltación colectiva en toda ceremonia sagrada, cualquiera que sea.

El cadáver contiene en sí mismo no sólo la muerte sino también la descomposición, por ello debe alejarse de los vivos. Este horror a la descomposición, unido a razones de higiene y profilácticas ante el espectro maléfico del muerto, ha dado como resultado las prácticas a las que han recurrido los hombres para liberarse del cadáver: inhumación, cremación, canibalismo, inmersión.

Según Vicen-Louis Thomas, el tratamiento de los cadáveres "requiere un apoyo simbólico que les confiera sentido y vuelva soportable la ausencia: retorno a la tierra, al agua y a la gruta maternales, acción purificadora del fuego, comunión canibalista con el principio vital del difunto"

Hemos visto como los diversos tratamientos del cadáver han surgido del miedo a la muerte en las sociedades primitivas, pero la evolución y el paso del tiempo no ha suavizado la angustia del hombre ante el fin de la vida. Muchas de las actitudes que se presumen de duelo y homenaje al difunto ocultan el pánico a la muerte y en realidad forman parte de un ritual de protección, son un modo simbólico de protegerse de ella. Los signos de duelo como las colgaduras, paños, fúnebres, cirios, etc., son fórmulas de respeto, pero además tienen como objeto delimitar el espacio de acción de la muerte. Hasta épocas recientes se ha mantenido la costumbre de cubrir los espejos y otras superficies brillantes para evitar que el alma, al ver su reflejo tan hermoso, se demorase y pusiese en peligro su viaje al más allá; también se recomendaba guardar las madejas de hilo para que el alma no se enredase en ellas.

El miedo a la muerte se complementa con la obsesión por la supervivencia, multitud de religiones y sociedades se aferran a la creencia en una vida más allá de esta. Dicha creencia sostiene un sistema ritual muy importante que incluye ofrendas de todo tipo así como un ajuar funerario para que no le falte de nada al difunto en su viaje hasta el otro lado, y pueda disfrutar allí de sus pertenencias y objetos más queridos. Este camino hacia el otro lado no siempre es un camino sin retorno, en muchas ocasiones se concibe como un pasillo que une dos mundos y se puede recorrer en ambos sentidos: por ello, los espíritus de los ancestros participan en la vida cotidiana y son consultados cuando se han de tomar grandes decisiones.

El anhelo de la inmortalidad, porque la supervivencia en el más allá se imagina inmortal finalmente, es un intento de suavizar la impotencia del hombre ante la acción aniquiladora de la muerte y un último intento por salvar su individualidad; y esta péridida es uno de los pensamientos más traumáticos para el ser humano, la muerte del yo. de la propia conciencia que hace único a cada ser prodce auténtico terror, la muerte de la conciencia, de la individualidad es la verdadera muerte, aunque se produzca en vida.

Los mitos y metáforas sobre la inmortalidad nos revelan la incapacidad del hombre para aceptar el vacío de la muerte, la finitud de la vida; la resurrección, la reencarnación, el paraíso, no sólo dotan al hombre de esperanza sino que son más comprensibles que la nada, la ausencia total..

La descomposición del cadáver es uno de los signos más crueles de la muerte, muestra al hombre que ya no es hombre, que ha perdido su individualidad, su don más preciado para convertirse en materia inerte. En palabras de Morin : "El terror a la descomposición es el terror a la pérdida de individualidad. el fenómeno de la putrefacción en sí no es el que provoca el espanto, el horror deja de existir ante la carroña animal o la del enemigo, del traidor al que se le niega sepultura para que se pudra, ya que no se le reconoce como hombre. El horror no lo produce la carroña, sino la carroña del semejante, y es la impureza de ese cadáver la que resulta contagiosa"

Cuando la sociedad es más fuerte que el individuo, y el único valor del individuo reside en formar parte de esa totalidad, el rechazo y el pánico ante la muerte se difuminan.

El canibalismo es originariamente humano, y su práctica revela la falta de conciencia individual de esa sociedad. La antropofagia se remonta a épocas prehistóricas en sus dos vertientes: endo-canibalismo (funerario) o exo-canibalismo (devoración de los enemigos). Ambos tipos participan de un mismo significado mágico, tienen como objetivo apropiarse de las virtudes del muerto. El endo-canibalismo es además uno de los medios más seguros de evitar la descomposición del cadáver.

La consumición de cadáveres humanos es un síntoma de la devaluación de la persona, de la falta de respeto al hombre; por ello, el canibalismo remite a medida que éste es reconocido como individuo, es decir, como valor, y aparece entonces el tabú de protección.

El otro modo de apropiarse de las cualidades mágicas del muerto es a través del sacrificio, el sacrifio consiste en la explotación mágica de la fuerza fecundadora de la muerte. El sacrificio posee carácter universal, y es una metáfora de la siembra, generalmente, los sacrificios humanos buscan obtener la fecundidad de la tierra, por ello entregan una vida a cambio de los frutos que la tierra otorga. Cuanto mayor sea la exigencia vital, mayor habrá de ser el sacrificio. Según el principio de analogía de la magia, cuanto más desea el sacrificador su objetivo, más querido debe serle aquello que sacrifica: Ifigenia, Isaac son ejemplos de ello.

El sacrificio es un verdadero centro de gravedad de la muerte.

La actitud del hombre ante la muerte, y los rituales que el fallecimiento de una persona origina han ido variando a lo largo de los siglos, la evolución en occidente ha sido lenta pero significativa.

Durante la primera Edad Media, los difuntos son seres familiares y el hombre es el maestro de su propia muerte, que no es interpretada como interrupción de la continuidad del ser.

Cuando el moribundo presiente que su fin es inminente, el sacerdote acude a su domicilio para facilitarle el tránsito, aquí comienza una serie de rituales que terminan con la inhumación del cadáver.

En primer lugar, el agonizante confiesa sus pecados, solicita el perdón de sus seres queridos y la reparación de los males que ha podido causar; todo ello realizado con las dos manos juntas y levantadas hacia el cielo, en gesto de penitencia. A continuación recita una antigua plegaria heredada de la Sinagoga: commendatio animae. Finalmente, recibe la absolución del sacerdote, a través del signo de la cruz y una aspersión de agua bendita.

Una vez producido el óbito se prepara el cadáver para la sepultura. Las mujeres se encargan de lavar y ungir el cuerpo con aromas y perfumes, además de envolverlo y coserle el sudario.

Tras los primeros preparativos, alrededor del cuerpo se reúnen los amigos y familiares para dar comienzo la primera parte de las exequias, y también la más espectacular, el duelo. El dolor se manifiesta a través de gestos violentos: las vestiduras se rasgan, se mesan la barba y los cabellos, incluso llegan a despellejarse las mejillas. Estos actos no son tanto provocados por el dolor de la pérdida, sino como homenaje póstumo que eleva, a través de expresiones ritualizadas, las virtudes del difunto.

Las exequias continúan con una repetición de la absolución, llamada absoute, el sacerdote y sus acólitos inciensan la habitación y rocían con agua bendita al difunto, mientras se recitan oraciones por la salvación de su alma.

Cuando el duelo va perdiendo intensidad, la comitiva fúnebre parte del domicilio hasta el lugar de enterramiento. Se trata de una ceremonia laica a la que el estamento religioso no acude a no ser que se tratase de uno de sus miembros.

En este momento no hay diferencias notables entre las honras fúnebres de ricos y pobres: "Sin duda los sepulcros de los grandes eran de mármol; sus comitivas, seguidas de caballeros ricamente ataviados; su absoute, celebrada con más cirios, más clérigos y más pomp. Pero esos signos de riqueza no constituían una diferencia tan importante. Los gestos eran los mismos, traducían la misma resignación, el mismo abandono al destino, la misma voluntad de no dramatizar".

Las exequias finalizaban con la inhumación, que se realizaba sin ningún tipo de solemnidad. Los cementerios de la primera mitad de la Edad Media son cúmulos de sepulcros de piedra, a veces esculpidos, casi siempre anónimos.

Desde el siglo XII surge en las mentalidades el amor visceral por las cosas junto con la idea de que cada individuo posee una biografía propia que concluy en el momento de la muerte. También aparece el sentimiento del fracaso, fracaso ligado a su condición de mortal, el hombre se ve impotente ante una amenaza latente e invencible, y en un momento en el que la muerte irrumpe con demasiada frecuencia. Las imágenes de la descomposición, reflejan la fragilidad de la existencia humana y de sus ambiciones. La muerte en estos momentos no asusta, es demasiado familiar, se ve simplemente como el momento de hacer balance de la vida. Esto se ve reflejado en la iconografía con la representación del Juicio Final, y más adelante en el juicio particular situado en la propia habitación del moribundo.

El Ars Moriendi, es uno de los devocionarios más populares durante el siglo XV, se trata de un pequeño y extraño manual que describe al agonizante en el momento de la muerte, cuando tiene lugar el juicio particular. El enfermo tiene que superar una serie de tentaciones que le efectúan los demonios que rodean su lecho; al mismo tiempo en cada tentación acude un ángel para ofrecerle consuelo y fortificarlo en su agonía final. El hombre es el que tiene la decisión final, él libremente escoge su destino, si cae en la tentación de llevarse consigo las cosas amadas se condena para siempre, mientras que si renuncia podrá salvar su alma. En el libro finalmente triunfa el ángel y el alma es conducida al ciedo, mientras que los demonios se lamentan gritando desesperadamente.




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